Puse a Ludovico en mis oídos. Me recogí el pelo y pensé en
ti. Momento perfecto para escribir(te).
Eras el precipicio más alto por el que asomaba mi corazón
millones de veces, tapándome los ojos para que mi pánico al dolor no me
absorbiera.
Me gustaba sentarme en
tus clavículas y ahí sentada, mirar hacia abajo.
Observaba mis inmensas ganas de tirarme por el precipicio de
tus curvas.
Ganas que asustaban
Miedo.
Vértigo de ti.
Eras mis ganas y mis desganas.
Eras los va y vienes
más desastrosos de mi vida.
Eras un desastre.
Eras inmadurez.
Eras el no saber qué
quieres, de mis no sabía qué quería.
Eras mis ‘te echo de menos’.
Eras mi ‘te quiero’ más mudo.
Eras quien se iba sin decirme adiós y quien volvía sin un
mero saludo.
Eras por quien tiraba la toalla y la recogía cuando volvías.
Eras mis rotos y mis descosidos.
Eras contradicción.
Eras adicción.
Eras herida y alcohol.
Eras mi estúpida manía de parar mi vida por si llegabas
tarde.
Eras y no dejas de ser, aunque no estés.
Eras marca, y marcabas.
Eras la boca del lobo de la que nunca aceptaba querer no
salir.
Eres pasado.
Eras.
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